vinagre diluido


Entramos con cautela en el edificio abandonado. Lo que debería haber sido una puerta, estaba desaparecida. La tenue sombra de dentro y el silencio del lugar me atravesaron como un frío por la columna. Nos miramos a despecho, cada uno dueño de su soledad. Desde el principio, ya noté aquel olor correoso. Agachado, se lanzó por piernas, con su arma, bordeando la pared. Buscaba el acceso a la azotea. Yo le seguí a corta distancia. Cruzamos, sin ser vistos, un patio desventrado de ráfagas aleatorias y los tendederos de ropa vencidos. Al menos creí, en ese momento, que nadie nos veía. Nos colamos por una portezuela remordida de disparos. Y un pasillo apagado, como de noche húmeda, que cruzábamos sin saber adónde iríamos a parar. Yo di con una puerta y le avisé en voz baja.

Subimos hacia el tejado por aquellas escaleras de oscuridad. El olor denso penetraba más y más fuerte. Punzaba como un río de vinagre piragüando las narices. Subida. Esquina. Media planta. Sudor. Los disparos que venían de afuera se mezclaban con la metralla del bombeo del corazón. Escaleras. Esquina. Media planta más. Agarraba mi cámara con la pugna de que latía más fuerte que yo. Escaleras. Sudor. Media planta más. La turbación y la adrenalina me empujaban a seguir. Sudor. Escaleras. Esquina. Media planta más. Sentí un amago de arcada que se mezcló con el regúrgito del vinagre diluido en la sangre que palpitaba crecida hasta la boca. Escaleras. Esquina. Escaleras. Llegamos a lo alto.

Me detuve, fatigado, antes de descerrar la tranca del pasador. Me faltaba el aire a la boca. Sin aún reponerme, cargué en seco contra la puerta metálica. Se abrió y se coló dentro cegadora la luz del día. Creo que era evidente el miedo que me paralizaba a dar un paso más. Él se me adelantó. Cruzó el umbral de la puerta, dio tres zancadas apretando el kalashnikov contra su pecho, luego se desplomó al suelo. Aquel hombre recibió una puntada de tiros del estómago al pulmón. Grapado por dentro, noté que algo cristalino se le iba entre los dientes apretados. Me pidió que tomara una foto de él. Sus manos negras, como lapas en el estómago, solicitaban cada vez más mi ayuda. Me lancé a auxiliarle, pero supongo que estaba en estado de shock o algo así. Esto sucedió del siguiente modo. Yo le ayudaba a desaparecer. Le arrastraba hasta detrás de un poste, en retirada. Él traqueteó una ráfaga de rabia del rifle contra el cemento. Por poco no me acertó un disparo en la pierna. Una vez a salvo, dejó caer el arma, abatida, ahogada de voz.

Se me entró al oído un pitido largo, agudo. Ensordecía. Apresado por un eco, me gritó de nuevo que le hiciera una foto. Se estaba quemando por dentro. No le importaba más que una foto. Aquel grito le llameó como el vuelo de un adolescente cristalizado. Quería que el mundo recordara de qué modo pasó su vida, peleando, peleando contra la avanzada del enemigo, peleando contra las ojeras de la noche, peleando contra los cubos de basura. Un negro menos, dirían al día siguiente los del barrio de la colina. Un guerrillero ajusticiado, dirían al día siguiente los periódicos para los que trabajaba. Un héroe más que vengar, dirían esa misma tarde los forajidos en las cuevas.

El olor denso a vinagre me perseguía. De golpe alcanzó los límites de lo tolerable. Quería vomitar encima del hombre herido. Se me metió dentro aquel vinagre, zigzagueando el cerebro, nublando el entendimiento. Le cerré los ojos con la mano. Me temblaba el pulso, pero entonces disparé. Y fue aquello como partir en dos un avispero.




[Nota]

La escritura apresurada de este relato es una adaptación propiamente libre de unas declaraciones de Goran Tomasevic, fotorreportero de zonas calientes en África para Reuters [“Witnessing the Nairobi mall massacre” del 25 de setiembre de 2013]. En ellas, algunos han visto una justificación non petita del dilema ético de cualquier conflicto violento: disparar fotos o auxiliar a los heridos. Sobre ética poco diré, porque esto no es púlpito. He preferido seguir el rastro de unas palabras suyas.

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