El unicornio es tímido, como yo. Pero póngale usted la mano en el hocico.
Verá que no muerde y se le agradece el calorcillo que expele, esa
mezcla de vaho y amor. Apenas hace ruido. Se lo puede usted dejar en la bodega, debajo de la cama o entre las plantas floridas del vergel.
Anímese, mi adorada Amazona. Nadie va a denunciarla por tenencia
ilícita de imaginación. Déjese aconsejar. Se lo digo yo, su lacayo Hermes, que la
venera de día y la consagra en sueños desde hace años. Son sólo catorce
rubíes. ¡Qué importa el precio por obtener lo deseado! Vamos, tóquele el túrgido marfil, sienta cómo vibra por usted. Y si aún tiene más dudas, podremos apañarlas en el apartado de ese bosque, ya que en esta orilla del río me temo que va a empezar a refrescar.
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