El maestro José de la Colina (Santander, 1934) es un integrante en activo de la Generación Nepantla, o la "Generación post-exílica" (Angelina Muñiz-Huberman) o la "Generación hispanomexicana" (Arturo Souto -fallecido hace pocas fechas: 02/12/13). Es decir, los hijos del exilio republicano español, los que nacieron en otra tierra o incluso los que viven entre dos tierras (de ahí el nombre náhuatl de Nepantla). El mismo autor explica en una carta a Eduardo Mateo Gambarte
la situación de “no ser de
España ni de México, de vivir con el culo entre dos sillas, en las
puras entrelíneas históricas. ¿Qué soy a fin de cuentas? ¿Soy
español, mexicano, hispanomexicano, residente efímero, exiliado
eterno?” (Literatura de los "niños
de la guerra" del exilio español en México 80). Es decir, ni españoles ni mexicanos: identidad
híbrida.
Un modo de representar este surcar dos ríos a la vez, lo encontramos en este microrrelato: "Marca 'La Ferrolesa'", que circula por internet en otra versión. La que os trascribo proviene del libro
Traer a cuento (1959-2003). ¡Buen provecho!
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(Chema Madoz) |
Al enterarse de la muerte del
dictador Franco, Ramón Ramago, español antifranquista exiliado por
muchos años en México, corrió a su casa a celebrar el tan anhelado
acontecimiento, llamó a la familia al comedor, abrazó a la mujer
(Rosalía), a los hijos (Benitín y Encarnita), y descorchó la
botella de sidra, empezó a abrir con la llave la lata de sardinas
guardada también largo tiempo para aquella ocasión, y ya veía el
aceite rezumar por los bordes, qué perfume salía, aroma de sardinas
gallegas nada menos, las mejores del mundo, y la mujer y los críos
cantaban, saltaban, palmoteaban, qué emoción ver la tapa de
hojalata enroscándose en torno a la llave, y cuando la lata estaba a
medio abrir la mujer y los críos gritaron, Ramón no podía creer a
sus ojos, lo que había allí dentro no eran sardinas,
sino una miniatura de hombre en uniforme militar de gala, con los
tradicionales colores de la bandera española cruzándole el pecho
ornamentado de medallas, con un espadín colgado de la faja, y aquel
rostro intolerablemente sabido que no podía ser sino el del
mismísimo Caudillo Por La Gracia de Dios, la carita de un Franquito
sonriente, guiñándole un ojito, y Ramón, pasando del espanto a la
furia, tomó un tenedor para clavarlo en el monstruito, que antes de
ser tocado saltó de la lata, rebotó dos o tres veces en la mesa,
cayó de pies en el suelo y echó a correr, y la familia lo perseguía
por toda la casa, pero se metía debajo de las camas, saltaba como en
un vuelo y se colgaba de las bombillas de luz y con voz de viejo que
imita voz de niño cantaba:
Lero lero
aquí te espero
comiendo huevo
con la cuchara
del cocinero...
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