simulacro

Humano introduciéndose en un sobre para huir del simulacro.

La primera noche soñé que se esfumaron los eslabones que aún sustento. En el sueño había muerto joven: “adolescente”, decía el obituario del tablón de anuncios de la plaza, junto a mi foto y unas breves palabras que reseñaban muy de pasada aquel “trágico accidente en automóvil”. Me miré los brazos; los vi transparentes. Desperté con la alarma del reloj, programada para ir al trabajo. Pasé la jornada envuelto en los deberes y no le di más importancia.
 

La segunda noche soñé que iba de la mano con mis nietos por el parque. Hube de sentarme en un banco, ya fatigado. Ellos corrían tras una pelota. Felices. Me llevé de pronto la mano al pecho para amortiguar una feroz mordida, un nudo en el corazón asediado. Luego, frenéticas visiones alucinadas. Una mascarilla me ocultaba el rostro y un pitido largo y agudo que, siendo eterno, marcó mi final. Desperté con la alarma del reloj, programada para ir al trabajo.

La tercera noche soñé una lenta partida de cartas ─parecía verano─ entre mi yo adolescente y el yo anciano. Los dos se desprendían de las cartas hastiados y con aire de sueño. Bisbiseaban ultratumbano, pero yo entendía que aquello era un aviso, como si quisieran advertirme de la entidad de algún simulacro. Desperté con la alarma del reloj, programada para ir al trabajo.

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